Un vecino de nuestra localidad, Isidro Julio Balido, relató en primera persona su paso por la Ruta 62, minutos después de que una detonación no advertida, causara la muerte de Matías Rébora Udabe.

08 Feb 2017
    

En el año 1969 la revista PinUp, antecesora de la Pelo, llevó a cabo un concurso de bandas de rock. Entre los finalistas había un dúo de flaquitos pelilargos que respondían al nombre de Sui Generis, y por otro lado había un pibe bastante más chico que ellos, el entonces púber Miguel Mateos, quien por años contó la anécdota haciendo notar que otra hubiese sido la suerte del dúo y la propia si el resultado del concurso hubiera sido diferente. Pero más allá de lo que a Mateos le guste pensar que podría haber sido, para cuando él saltó a la fama siendo telonero de Queen en 1981, Sui Generis ya había sido la música de fondo de la vida y los fogones de miles de adolescentes que ya no lo eran, y hacía seis años que el dúo se había disuelto.


Este tipo de pensamiento binario que lleva a creer que cambiando una sola variable toda la historia sería diferente es de una simpleza y rusticidad sólo comparable con la forma de pensar de mi primo Poroto. Es el día de hoy que Poroto sostiene que aquella vez en que su amigo El Rulo se levantó en un boliche a una estrella de la tele, si no fuese por culpa del mozo el ganador hubiera sido él. La cosa fue así, la diva acababa de pelearse con el galancito de turno, despechada afirmó que le daría bola al primero que se le cruzara, salió como una tromba en dirección al baño y el mozo que venía con la bandeja se la llevó puesta. La flaca rebotó contra el pecho del mozo, miró para un costado, lo vio al Rulo y se decidió a cumplir su promesa. Poroto estaba al lado y la mina ni lo registró, él sostiene que por culpa del mozo que le tapó la visual. Yo trato de explicarle que en una de esas si el mozo no estaba la flaca llegaba al baño sin darse cuenta de su presencia, que podía ser que cuando lo estaba por ver le entrara una basurita en el ojo y ni lo mirara, o que tal vez le prestaba más atención al mozo y se lo terminaba curtiendo porque técnicamente el primer tipo que se le había cruzado era el trabajador gastronómico.

A las personas como Poroto o Mateos yo las llamo los protagonistas de lo que no les pasó, o de lo que les podría haber pasado. Los tipos asistieron a ver lo que le sucedió a otros, tejen hipótesis y se convencen que eso mismo casi les pasó a ellos si no hubiera sido por alguna variable que los desplazó del lugar protagónico al de simple testigo. Si uno se pone a pensar los testigos son actores de reparto que presencian lo que le ocurre al protagonista. Pero si la persona en cuestión no se resigna al rol que le tocó surgen estos personajes que afirman que todo, absolutamente todo, casi les pasó a ellos.
Más de una vez fui testigo, y estoicamente acepté el papel que la vida me asignó. Así, pude contar que vi como un árbol se vino abajo y aplastó a dos nenes, y jamás se me hubiese ocurrido contar que si me hubiera sentado doscientos metros más allá la tragedia me podría haber ocurrido a mí. Al igual que aquella vez que en la ruta cubierta de hielo me pasó un auto, me encerró, me obligó a bajar la velocidad y resultó que un micro que venía de frente perdió el control y se lo llevó puesto, en ese momento no pensé que de haber mantenido la velocidad constante la piña me hubiera tocado a mí.
Y es que las cosas no pasan o dejan de pasar por un solo motivo. Eduardo Sacheri en su novela La noche de la Usina cuenta, con la maestría que lo caracteriza, todas las variables que participan en un accidente de tránsito. Si uno presta atención se da cuenta que cotidianamente se da una sucesión de pequeños milagros que hacen que nos salvemos por un pelito, o no. La mayoría de las veces suceden sin que tengamos la más mínima conciencia de que existen, solemos darle bola o valorar cuestiones banales como el profesor que va llamando a dar lección a los de alrededor y justo zafamos, o cuando el de la aduana revisa al pasajero anterior y no a nosotros, pero ignoramos que el tipo que manejaba el auto que nos peinó los pelitos de las piernas cuando andábamos en bici se estaba quedando dormido y se despertó justo para esquivarnos.

Más allá de todas las prevenciones que tengo con el tema, el último día de enero de este año me sentí un poco Miguel Mateos o al menos mi primo Poroto.

Aprovechando que nuestras obligaciones nos lo permitían planificamos un viaje a Chile para comprar a precio conveniente algunas cosas que precisamos para equipar el departamento de nuestra hija en Buenos Aires. Cualquier vecino (e inclusive sus hijos) sabe que en el verano, y sobre todo en este, no es conveniente pasar la frontera porque las colas y las demoras son extensas. La idea entonces fue cruzar por el paso Carrirriñe, que es poco transitado, requiere vehículo todo terreno, y además no es muy conocido por los turistas.

El día anterior mi esposa, por estas cuestiones que tienen las esposas de tratar de evitar imprevistos, se fue al destacamento de Gendarmería para consultar si el paso estaba abierto y transitable. La respuesta fue afirmativa.

La mañana siguiente nos despertamos temprano y los cinco nos dispusimos a emprender el viaje luego de servir el desayuno en nuestras cabañas. Nos gusta salir en familia todos juntos y cuando eso además suma franquicia nos gusta un poquito más.

La panadería llegó tarde como casi todo el mes de enero. Serví los desayunos a las apuradas y de mal humor. Salimos, nos sentamos todos en la camioneta con la cual estamos atravesando un momento tenso en nuestra relación vehículo–dueño, y no arrancó. Estaba sin batería. Alguien debe explicarme por qué aún cuando uno sabe que si sigue intentando la terminará descargando más, igualmente insiste haciendo cada vez más fuerza con la llave como si llevándola hasta el fondo se lograra algún tipo de reanimación vehicular.

Me vio mi vecino Luis y se ofreció a ayudarme. Debo confesar que mientras veía a Luis poner empeño en auxiliarnos, por una inclinación al pensamiento trágico o por exceso de influencia de las películas de Hollywood, pensé si el hecho de que la camioneta no arrancara no sería una señal de que no había que hacer el viaje. Me ganó la sensatez ya que de ser así la camioneta me venía dando este tipo de señales desde hacía seis meses. Arrancó y salimos. Fuimos mirando el reloj cada tanto para calcular cuánto tiempo habíamos perdido en función del estimado previamente.

En la ruta no había nadie, o casi nadie. El camino, salvo algunas partes, estaba mucho mejor que el recuerdo que guardaba en mi cabeza de la última vez que lo habíamos hecho. Llegamos al puesto de Gendarmería, donde solía haber un gendarme había un cartelito que decía control migratorio a 47 km.
Pasamos un portal de acceso a Parques Nacionales, que para mí es nuevo (o no me lo acordaba), al igual que la oficina de informes que está frente a la casa del Guardaparques. Seguimos camino. 
Íbamos bien. Comentamos lo bien que estaba el camino, lo lindo que es el paisaje, y lo relativamente poco frecuente que son nuestras visitas a la zona del Curruhue Grande a pesar que es uno de nuestros lagos preferidos. Cruzamos una máquina que estaba mejorando el camino, esquivamos las enormes piedras que iba dejando a su paso. Cuando íbamos calculando que ya deberíamos haber hecho al menos unas tres cuartas partes del lago nos encontramos con una camioneta blanca cruzada en la ruta, sin conductor. Inmediatamente miramos la hora para tratar de estimar la demora que nos iba a implicar el obstáculo, eran las 9:40.

En eso apareció un operario, en realidad un hombre que por estar vestido todo de azul lo pongo en la categoría operario. Venía corriendo hacia la camioneta, cara desencajada, se acercó y muy nervioso nos dijo que no íbamos a poder pasar, que estaba cortado, que habían hecho una voladura y había caído arriba de uno que pasaba. Nos dijo que lo aguantáramos un cacho, se subió a la camioneta y se fue. Nos miramos sin entender nada, tomamos unos mates más y al rato me bajé y empecé a caminar. Escuche el típico pitido de las maquinas viales y ruido de piedras cayendo al vacío, avancé y pude divisar una inmensa montaña de piedras cortando la ruta y una máquina que las levantaba y las tiraba hacia el lago.

Volví, le conté a mi mujer, y nos fuimos con la camioneta hacia donde estaba la pala mecánica. Estaríamos como mucho a cien metros. Nos bajamos. Mi mujer avanzaba haciéndole señas al maquinista, la rueda de la pala era tres veces ella y yo le pedía que dejara de avanzar. El maquinista paró, y se asomó. Nos comunicamos a los gritos. Con respecto a la demora pronosticó de una hora y media a dos horas, y en cuanto a la pregunta de si habían avisado dio una respuesta vaga, una especie de no tengo idea dicho con elegancia.

Lo pensamos un poco y nos volvimos. Mientras desandábamos camino tratábamos de entender cómo podía ser que hicieran una voladura, no avisaran y además que no cortaran la ruta, hacíamos el esfuerzo por entender qué significaba que las piedras habían caído sobre uno que pasaba, descartamos la posibilidad de que se tratara de la voladura cayendo sobre un vehículo, barajamos la posibilidad de un accidente de trabajo, no nos entraba en la cabeza que podía ser que dinamitaran con gente pasando.

Nos cruzamos con la camioneta blanca que volvía rauda. Paramos a un par de turistas para avisar que la ruta estaba cortada, dijeron que seguirían y esperarían. Llegamos a la oficina de informes de Parques Nacionales y decidimos bajarnos. Hasta ese momento sólo pensábamos en que habíamos hecho camino y planes de viaje al cuete. Estábamos enojados, le sugerí a mi esposa que bajara ella a reclamar la falta de señalización y aprovechara para hacer un poco de catarsis. Mientras ella hablaba con una señora que la atendió con un bebe en brazos, vimos pasar una ambulancia, dos camiones de bomberos y una camioneta de la policía. Ahí nos dimos cuenta que aquello que habíamos pensado como una hipótesis improbable era real, las piedras habían caído sobre alguien que pasaba.

Lo confirmamos con la información que brindó la señora que atendió a Verónica. En primer lugar nos dijo que nuestra obligación era parar en la oficina de informes y consultar el estado del camino. En segundo lugar dijo que había cartelería de vialidad advirtiendo, salvo un par de conos chuecos tirados en la ruta no había absolutamente nada. En tercer lugar dijo que las radios y los diarios estaban avisados sobre los trabajos. Y en cuarto lugar comentó que una camioneta no había parado a consultar el estado de la ruta, había pasado, y le habían caído las piedras de la voladura encima. Si bien todos sus argumentos eran de cuarta, fue la cuarta respuesta la que nos espantó, como si ese fuera el escarmiento por no parar a preguntar.

Volvimos azorados, y fue mientras manejaba rumbo a casa que aparecieron Miguel Mateos y mi primo Poroto y me hicieron caer en la cuenta que de no haber sido por la panadería demorada y la batería descargada podríamos no haber contado el cuento. Como suelo esquivar el protagonismo excesivo y me gusta tomarme un tiempo para pensar las cosas, reflexioné que así como podría habernos pasado a nosotros, podría haberle pasado a cualquiera.

Llegué a casa con la radio prendida tratando de saber qué había pasado. Silencio de radio. Llamé a un par de amigos para contarles lo que había pasado. No dejaba de estar sorprendido. Pensaba en el pobre turista accidentado. No sé porqué asumí que era un turista.
A la tarde me enteré que la camioneta aplastada era de un conocido. Papá del colegio, compañero ocasional del gimnasio, su hijo es muy amigo del hijo de muy amigos, sobrino de un conocido, dueño de una hamburguesería a la que solíamos ir y que, como una broma de mal gusto del destino, se llama BUM.

En los pueblos casi todo el mundo se conoce sin que esto implique una amistad y hay una tendencia a que cierta gente te caiga naturalmente bien y otra te caiga antipática. Esto es así sin muchas explicaciones, podría pensar que tiene que ver con los prejuicios que cada uno tiene ante un tercero pero prefiero creer que tiene que ver con la clase de persona que sea ese tercero. Matías, indudablemente, pertenecía al primer grupo y no me parece casual que le cayese bien a todo el mundo. 

Se estaba yendo de vacaciones con su hijo. Ya salió alguno a decir que pasó igual ante las 
advertencias de los operarios argumentando que perdía el vuelo. Me cuesta creerlo. Y aún si fuese verdad de ningún modo puede ser que cada uno arbitrariamente decida si pasa o no pasa, si se arriesga o no. Si vas a volar una ruta, primero hay que cortar la ruta.

La punta del ovillo es difícil de encontrar. Creo que es un ovillo con muchas puntas, o con una punta deshilachada. Las hilachas para mostrar son muchas. Todas se me ocurren en forma de pregunta. ¿Por qué la ruta no estaba cortada? ¿Por qué no había carteles advirtiendo? ¿Por qué los tres organismos del Estado que están presentes en esa ruta estuvieron ausentes? ¿Por qué este tipo de trabajos se llevan a cabo en verano, en plena temporada alta? ¿Por qué las aduanas no tienen un sistema más ágil de modo que no haya que buscar caminos alternativos? ¿Por qué las promesas incumplidas del gobierno en términos económicos hacen que huyamos como ratas detrás de las ofertas trasandinas? ¿Por qué los grandes medios de comunicación presentan al turismo de compras como uno de los únicos caminos para lograr mejorar el rendimiento de nuestro dinero? ¿Por qué tenemos una aerolínea de bandera que, obsesionada con la rentabilidad, fija tarifas tan altas que hace que la gente prefiera hacer sus viajes partiendo desde otros países?

Más de una vez cuando se decreta un día de duelo provincial o nacional termina siendo una forma de aceptar que alguien se mandó tremenda cagada, que el Estado que entre otras cosas nos tiene que cuidar ha estado ausente. Esta no fue la excepción. En dos días es el aniversario del pueblo, la señora Intendente anunció que debido a los accidentes y tragedias que sucedieron en el último mes no habrá discurso en el acto como una forma de respeto a las familias de los fallecidos, da la impresión que no tiene nada que decir.

Por mi parte asumí el rol que me asignó el azar. Fui a la fiscalía como testigo. Mi deseo es que se aclare lo que pasó y ayudar a que no se repita. No espero justicia porque una muerte evitable, de una buena persona y en esas circunstancias, es totalmente injusta de por sí, y el castigo a los responsables no rebobina el tiempo.

Desde hace un tiempo se me dio por esto de escribir historias, como un hobby. En ellas me gusta mezclar realidad con ficción. Lamentablemente en esta lo único inventado es mi primo Poroto.

Isidro Julio Balido
2 de Feberero 2017