Sé que hay quienes son reacios a usar el término Femicidio. Hace poco, a propósito del primer femicidio del año, escuché a una conductora de un programa radial matinal decir que para ella era homicidio liso y llano, porque el que mataba siempre era alguien que en el momento de matar se creía con más poder que el sujeto asesinado. Estimada, y estimados todos: queremos llamarlo Femicidio porque se llama Femicidio, y no homicidio. El femicidio es un monstruo que tiene dos patas: una se asienta en un cuerpo, visible, del hombre que mata y la otra en la sociedad, en la educación, en lo transmitido culturalmente: en la cultura machista. Por eso no es homicidio liso y llano.
Lo que nos está sucediendo es aterrador, no necesito hacer descripciones. Sí necesito llamar a la reflexión: a nosotros, a todos: a las madres, a los padres, a los educadores, a todo sujeto transmisor de cultura ya sea que trabaje en una radio, en la televisión, o en una escuelita de algún paraje pequeño. Es nuestra responsabilidad repensar lo que aprendimos, transmitir otro mensaje, y enseñar con el ejemplo, porque lo que está matando a las mujeres es nuestra cultura machista, que se reproduce en cada espacio de lo público y lo privado, que se reproduce cada vez que una madre o un padre hacen alguna diferencia entre sus hijos varones y mujeres, cada vez que al pibe le regalamos una pelota y a la nena la confinamos a las muñecas, cada vez que le festejamos al adolescente que se levanta muchas chicas y le decimos “putita” a la adolescente que disfruta de su atractivo sexual, y a la que se culpabiliza si alguien abusa de ella porque “iba vestida así o asá”.
Transmitimos cultura machista cuando decimos que nuestros maridos “nos ayudan con las tareas de la casa” o le festejamos que, por fin, cocinó o cuidó a los niños que tenemos en común. Les enseñamos a las niñas a ser sometidas si el único halago que reciben es el pasivo “sos una princesa” y al varón lo tratamos constantemente como un “campeón” porque conquista (cual objeto) a la princesa, o se lo trata de “puto” si no lo hace. Mujeres que consideran normal pedir permiso al varón para salir a tomar algo con sus amigas, y hombres que consideran normal que eso suceda; novios que se controlan los celulares, los mensajes del face, del twitter, que controlan cómo viste y con quien sale la novia, y novias que creen que eso debe ser así y que eso “es amor”.
Porque de eso se trata: de hombres y mujeres que han crecido, generación tras generación, aprendiendo que la mujer no puede valerse sola, que necesita un hombre que la domine y la posea. La mujer – objeto. Generaciones y generaciones educando y culturizando desde ese lugar.
Hace unos días ví un fragmento de una novela conocida, del horario central en un canal de aire. En ella un personaje hombre maltrataba verbalmente a una mujer frente a otro personaje masculino. Cuando el primero terminaba de decir todas las barbaridades que quería, se retiraba de la escena entonces el otro, el que quedaba con la mujer le decía por lo bajo a ésta “está enamorado de vos”. Ese programa, como tantos otros, transmite cultura. Nosotros tenemos que ser capaces de decir ¡No! ¡Si te maltrata no te ama!
Son muchos los ejemplos que podemos encontrar en nuestra vida cotidiana, en nuestros espacios privados y en los espacios de trabajo. No se debe patologizar al que mata. El que mata a una mujer no lo hace porque está enfermo, o porque está drogado, o borracho. La violencia de género no tiene que ver con una patología. Tiene que ver con todo lo dicho anteriormente, y con mucho más.
El mejor ejemplo es el del hombre que se alcoholiza, y por más intoxicado que esté no elige pegarle o abusar sexualmente de cualquiera que se le cruce sino que espera llegar a su casa para someter a la mujer. La violencia que ejerce no es consecuencia de la borrachera, es consecuencia de sus creencias acerca del vínculo hombre-mujer. Es porque cree que tiene poder sobre “su” mujer, porque cree que le pertenece y hace con ella lo que quiere. Es por eso que hay que replantearse seriamente cuando, como condición para que siga en libertad, se le pide a un hombre que ha ejercido violencia de género que “haga tratamiento” ya sea psicológico o por adicciones si las tiene. El ejemplo más reciente de esto quizás sea el renombrado caso Ancatel: abusar de una mujer o una niña (sin entrar a hablar de perversiones) es otra de las expresiones de la violencia machista, que nada tiene que ver con la adicción que pueda sufrir el abusador. Y sin embargo como condición de libertad le imponen un tratamiento por su adicción…¿Y la violencia de género que ejerció? Bien, gracias.
Hay mucho para hablar, para escribir, para estudiar y aprender sobre este tema. Es tiempo de que pensemos políticas públicas serias para afrontar la violencia de género, que traspasen las fronteras del tratamiento privado, individual o grupal. Es hora de trabajar psicoeducativamente con toda la población. El mensaje tendría que resonar tan fuerte que quede como un eco en las cabezas de los hombres y las mujeres, y que perdure aún cuando al encender la TV nos bombardeen con culos y tetas (mujeres como porciones para consumo en el mercado). Que lleve a reflexionar qué estamos haciendo en casa, con nuestras hijas y nuestros hijos, en las escuelas con los alumnos, en la calle con nuestros semejantes, en el trabajo…. Porque dos femicidios en lo que va del año es un número aterrador, gigante, inabarcable, y porque no podemos seguir dormidos ante semejante catástrofe.
Josefina Gargiulo – Lic. En Psicología