En primera persona, por Daniel Ramazzotti

05 Jun 2011
    

A medida que se corren las calles de Bariloche el panorama se vuelve cada vez más desolador. Atrás quedó el verde de algunos jardines para dar paso al gris ceniza que todo lo invade.

Los vecinos, con cierta resignación, ayer al mediodía limpiaban sus veredas recogiendo las cenizas para colocarla en bolsas,  tal cual se indicó desde la comuna.

Mientras hacen esto, miran de reojo hacia el cielo en dirección al oeste como intentando descubrir si lo peor ya pasó o aún está por llegar.

Sigo viaje en dirección hacia la salida de la ciudad tratando de descubrir restos del asfalto de la ruta nacional Nº 234 que por estas horas se oculta debajo de varios centímetros de milenaria arenilla volcánica que el Puyehue, depositó allí en las últimas horas.

Al legar al control caminero ubicado a la vera del río Limay me informan que el camino está abierto, pero que la visibilidad es algo complicada. Decido continuar.

A poco de andar y tras dejar atrás el cruce de la ruta nacional Nº 234 y la 231 que se dirige a Villa La Angostura, el cielo se comienza a oscurecer y en menos de diez minutos se hizo de noche.

Eran las 13,15 horas, pero parecían las 2 de la madrugada y como si esto fuera poco “llovía arena”.

Una fuerte tormenta de cenizas, tal cual un  temporal de nieve caía sobre la ruta nacional Nº 234. La visibilidad era nula, apenas se podía divisar al auto que cruzaba de frente cuando ya se lo tiene encima.

Rápidamente pierdo la noción del lugar por el cual se transito a pesar de que conozco esta ruta como la palma de mi mano. Solo distingo a intervalos y con gran esfuerzo,  las balizas del micro que circula  pocos metros delante mío.

Intento determinar dónde estoy, creo que llegué al Rincón de Creide, pero luego caigo en la cuenta que apenas recorrí un par de kilómetros desde el puesto caminero del Limay.

Cada cruce con otro vehículo es un peligro, se trate de un pequeño auto o de un camión de gran porte.

La ceniza que cae del cielo y no precisamente como maná, no dejaba ver nada. La garganta pica, aún dentro del automóvil.

El micro se detiene en lo que parece es la banquina, hago lo mismo. Las ventanillas se empiezan a oscurecer, están cubiertas  de ceniza que se adhiere al vidrio. El micro arranca y lo sigo, detrás mío un automóvil con turistas -que luego sabría eran cordobeses-, siguen a pie juntillas mis movimientos.

Finalmente y luego de más de dos horas de marcha llegamos, el micro, los turistas cordobeses y yo a la estación de servicio de Confluencia Trafúl, ubicada a unos  50 kilómetros del centro de Bariloche.

El cielo se aclara, la ruta se despeja y todo vuelve a la normalidad, atrás quedó la tan mentada fuerza de la naturaleza que en forma implacable castiga a quien se atreve a desafiarla pasando por este lugar.